Durante los últimos años se han multiplicado los casos de amenazas de muerte –ya no digo insultos– lanzadas desde Twitter. Realmente ¿qué nos está pasando?
Las redes sociales crean en algunos usuarios la ilusión óptica del anonimato. Al no ser una comunicación verbal, los filtros que nos impiden decir lo primero que nos pasa por la cabeza a personas que no son de nuestro agrado cuando las tenemos delante, parece que se desvanecen en las redes sociales. Nos sentimos como el niño que lanza una piedra y se esconde, como el aficionado que increpa al árbitro en un estadio de fútbol, alentado por el ‘camuflaje’ que le ofrecen las masas.
Además, somos víctimas de la inmediatez de las redes sociales: el ‘click’ instantáneo en medio de un ataque de irá y enfado puede hacer que nos arrepintamos. Porque dejarnos llevar por nuestros instintos primarios en las redes puede tener graves consecuencias, no sólo a nivel jurídico sino a nivel de impacto en la vida cotidiana. La amenaza se puede girar en nuestra contra, recibir multitud de reproches y, no sólo eso, que aireen nuestro currículum poniendo en peligro nuestro trabajo, que publiquen datos personales y nos devuelvan las amenazas incluso presencialmente…
Al final, algunos de los twitteros que han lanzado amenazas de este estilo, se ven obligados a pedir disculpas incluso en los medios de comunicación tradicionales. Y es que tenemos que responsabilizarnos de nuestra comunicación en las redes sociales: intentar instalar los filtros que empleamos en la comunicación verbal, no dejarnos llevar por el acaloramiento, pensar varias veces lo que se va a decir y si algo nos enfada mucho, esperar un minuto para contestar.
Debemos emplear el enorme potencial de las redes sociales como instrumento de debate y no de insulto. Intentemos emplear argumentos sólidos y constructivos. Que nos sintamos orgullosos de nuestros 140 caracteres y no nos veamos obligados a borrar uno de nuestros tweets deprisa y corriendo…